¡Amigo! El cielo está opaco, el
aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las
brumosas y grises melancolías, helo aquí:
Había en una ciudad inmensa y
brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas
desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas,
galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el viento con sus
fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
Era muy aficionado a las artes el
soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de
ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.
Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía
improvisar a sus profesores de retórica canciones alusivas; los criados
llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con
movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de
músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad
bullente, iba de caza atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de
sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de
las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza en la
carrera, y los cazadores, inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían
ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al
viento.
El rey tenía un palacio soberbio
donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por
entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de
cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una
escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados
leones de mármol como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de los
cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía del arrullo, del
trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet,
o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso
sí: defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido
en arte; alma sublime amante de la lija y de la ortografía.
¡Japonerías! ¡Chinerías! Por moda
y nada más. Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un
Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces
abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de
Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales
de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes;
peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como si
fuesen vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones
devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como
tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de
arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros
tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que llevan arcos
estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había el salón
griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y sátiros; el salón de los
tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro,
¿cuántos salones?
Y Mecenas se paseaba por todos,
con la cara inundada de cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la
cabeza, como un rey de naipe.
Un día le llevaron una rara
especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de
retóricos y de maestros de equitación y de baile.
-¿Qué es eso?- preguntó.
-Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el
estanque, canarios, gorriones, senzontes en la pajarera: un poeta era algo
nuevo y extraño.
-Dejadle aquí.
Y el poeta: -Señor, no he comido.
Y el rey:
-Habla y comerás.
Comenzó:
-Señor, ha tiempo que yo canto el
verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán; he nacido en el tiempo de
la aurora; busco la raza escogida que debe esperar con el himno en la boca y la
lira en la mano la salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la
ciudad malsana, la alcoba llena de perfumes, la musa de carne que llena el alma
de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas
débiles; contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que
embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer histrión,
o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He
ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de
nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte
y negra tempestad, como un ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, he
ensayado el yamdo dando al olvido el madrigal.
"He acariciado a la gran
naturaleza, y he buscado al calor del ideal, el verso que está en el astro en
el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo profundo del océano. ¡He
querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un
Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu
con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro,
de estrofas de amor."
"Señor, el arte no está en
los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente
señor Ohnet. ¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone
los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro o de llamas, o
anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da
golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un
Apolo y un ganso, preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el
otro de marfil."
"¡Oh, la Poesía !"
"¡Y bien! Los ritmos se
prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres, y se fabrican jarabes
poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor
profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo
autorizáis todo esto!... El ideal, el ideal..."
El rey interrumpió:
-Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
-Si lo permitís, señor, puede
ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca
de los cisnes, para cuando os paseéis.
-Sí- dijo el rey, y dirigiéndose al
poeta: -Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja
de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de
hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales.
Id.
Y desde aquel día pudo verse a la
orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas al
manubrio: tiririrín, tiririrín... ¡avergonzado a las miradas del gran sol!
¿Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín!... ¿Había que llenar
el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre la burla de los pájaros libres, que
llegaban a beber rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas,
que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas; ¡tiririrín!...
¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre
sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y
los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de
águilas, no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio, tiririrín.
Y cuando cayó la nieve se
olvidaron de él, el rey y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se
le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro,
tiriririn!
Y una noche en que caía de lo
alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y
la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las
túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura
los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos
y de piriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su
burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz
cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse
¡tirirín, tirirín! Tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la
blancura implacable y helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los
árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó
muerto, tiririrín... pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él
el ideal, tiririrín..., y en el que el arte no vestiría pantalones sino manto
de llamas, o de oro... Hasta que al día siguiente, lo hallaron el rey y sus
cortesanos al pobre diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una
sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.
¡Oh, mi amigo! el cielo está
opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías...
¡Pero cuánto calienta el alma una
frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta la vista!
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