Allá
lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los
cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de
chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal
iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras
metidas hasta las cejas dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo
de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba
debajo del muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora
en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.
Todos
los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana
se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín
cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra, y, con la
pipa en la boca, veía triste el mar.
-Sí,
pues, patroncito.
Y
empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entablar con los
bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la
buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la
sangre hirviente de la viña.
Yo
veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus relaciones, así,
todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque
fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo
resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casad, y tuvo un hijo,
y...
Y
aquí el tío Lucas:
-Sí,
patrón; ¡hace dos años que se me murió!
Aquellos
ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises peludas, se humedecieron
entonces.
-¿Que
cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a mi mujer, a los
chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.
Y
todo me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de
brumas y la ciudad encendía sus luces; él en la piedra que le servía de
asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja y de
estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios
pantalones arremangados hasta el tobillo.
El
muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela desde
grandecito; pero los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de
hambre en el cuartucho.
El
tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.
Su
mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad. Había,
pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en
la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar que
comer, a buscar harapos, y, para eso, quedar sin alientos y trabajar como un
buey.
Cuando
el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su
industria; pero como entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y en el
fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo, y volvió al conventillo. ¡Ah,
estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivían en uno de esos hacinamientos
humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en la callejuela
inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, alumbrada de noche por
escasos faroles, y donde resuenan en perpetua llamada a las zambras de
echacorvería, las arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros que
llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a
emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí!, entre la
podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas, el chico vivió y pronto
estuvo sano y en pie.
Luego,
llegaron después sus quince años.
El
tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo
pescador.
Al
venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El
uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa con
buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades de
la neblina, cantando en baja voz alguna triste canción, y enhiesto el remo
triunfante que chorreaba espuma.
Si
había buena venta, otra salida por la tarde.
Una
de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña embarcación, sufrían en
el mar la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y
todo se fue al agua, y pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados
por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita les empujó
contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados,
¡gracias a Dios!, como decía el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos
lancheros.
¡Sí!,
lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose de la
cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante que
semeja una horca; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al
vapor y del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep!, cuando se empujaban los
pesados bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta
balanceándolos como un péndulo; ¡sí, lancheros!, el viejo y el muchacho, el
padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos
ganando su jornal, para ellos y para sus queridas sanguijuelas del conventillo.
Íbanse
todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas
bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y pesados que se
quitaban, al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón de la lancha. Empezaba
el trajín, el cargar y el descargar. El padre era cuidadoso: -¡Muchacho, que te
rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! ¡Qué vas a perder una
canilla! Y enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas
palabras de roto viejo y de padre encariñado.
Hasta
que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le
hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.
¡Oh!
Y había que comprar medicinas y alimentos; eso sí.
-Hijo,
al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.
Y
se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria.
Era
un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los carros sobre
sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran confusión del
trabajo que da vértigo, el son del hierro; traqueteos por doquiera; y el
viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo.
Debajo
de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros
lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha repleta de
fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfio, sonando
como una matraca al correr con la roldana; los mozos amarraban los bultos con
una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces éstos
subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya
quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el vacío.
La
carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en cuando la
embarcación colmada de fardos. Estos formaban una a modo de pirámide en el
centro. Había uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande de todos, ancho,
gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre
él era pequeña figura para el grueso zócalo.
Era
algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona y fajados
con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y de triángulos
negros, había letras que miraban como ojos. Letras "en diamante",
decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos cabezudos
y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando menos, limones y percales.
Sólo
él faltaba.
-¡Se
va el bruto!- dijo uno de los lancheros.
-¡El
barrigón!- agregó otro.
Y
el hijo del tío Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir
a cobrar y a desayunarse, anudándose un pañuelo de cuadros al pescuezo.
Bajó
la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo, se probó si
estaba bien seguro, y se gritó ¡Iza!, mientras la cadena tiraba de la masa
chirriando y levantándola en vilo.
Los
lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a
tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se zafó del
lazo como de un collar holgado saca un perro la cabeza; y cayó sobre el hijo
del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto, quedó con los
riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra por la boca.
Aquel
día, no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho
destrozado, al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la
mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver al cementerio.
Me
despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el
camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta, en
tanto que una brisa glacial que venía de mar afuera pellizcaba tenazmente las
narices y las orejas.
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